domingo, 19 de febrero de 2017

El miedo a Marx
Caras y Caretas
Por Leandro Grille.
Las polémicas sobre la ideología subyacente de los personajes de historieta es connatural con su existencia. La narrativa gráfica es una forma del arte literario que ha tenido enorme influencia en la cultura de masas y no un subproducto marginal o de segunda categoría. Los héroes de historieta y sus archienemigos, los villanos, son, ante todo, símbolos. Vehículos para comunicar ideas y valores. Porque eso es, básicamente, lo que hacen los artistas con el arte: comunican. Desde Mafalda al Capitán América. De Elpidio Valdés a Zamba. Hace 45 años, el escritor chileno Ariel Dorfman escribió junto al sociólogo Armand Mattelart un clásico en el área: Para leer al Pato Donald. Con rigor, los dos teóricos marxistas desnudan las creaciones de Walt Disney y desentrañan su función política e ideológica, por supuesto en sintonía con la ideología dominante y en arreglo a los fines imperiales. Teníamos ese libro en la biblioteca de la casa de mis padres y, tal vez porque tenía al Pato en la tapa, lo leí cuando era muy chico. Me cabe el atenuante de haberlo leído seguramente por error, pero lo mismo me impactó. Fue leyendo a Dorfman que descubrí que en el mundo de Disney no existían los padres ni las madres. Todo el mundo era tío o sobrino, primo, hermano, abuelo o nieto, surgidos de la nada, porque los progenitores habían sido suprimidos de la genealogía y que esa arquitectura aberrante no era casual.

A propósito de Los Pitufos, los debates tampoco son novedosos. Una búsqueda rápida en la red nos permite aproximarnos a algunas de las controversias que estos populares personajes han suscitado en todo el mundo, donde se les ha imputado desde propaganda comunista a xenofobia, racismo y antisemitismo. Hay montones de artículos, ponencias, libros y documentales sobre el tema. Hasta un documental de un tal Evan Topham que se puede ver en YouTube se titula The communist Smurfs (Los pitufos comunistas) y lo han visto casi un millón de personas. La derecha uruguaya, que además de conservadora es bastante bruta, no es habitual que se detenga en estas disquisiciones sobre la cultura de masas, pero ya que esta vez se escandalizaron por la utilización didáctica en un libro de historia para sexto año escolar de Los Pitufos para introducir a los niños en la noción de lo que significa comunismo, lejos de tomarles el pelo, tal vez habría que tomar el guante e ir un poco más allá, y preguntarse si en la escuela no debería haber un espacio en el que los niños pudieran analizar qué hay detrás de los productos culturales destinados a su consumo, entre ellos los de las grandes productoras de contenido, que meten miedo por su penetración masiva y por el carácter elitista, conservador y racista de los valores que habitualmente difunden.

Como sabemos, la oposición puso el grito en el cielo porque la autora de libro de texto intentó explicar el concepto de comunismo recurriendo a la aldea de Los Pitufos. En mi modesta opinión, la referencia no es original y, además, no es mala, aunque es probable que los alumnos de sexto año escolar estén en condiciones de aproximarse al tema sin necesidad de recurrir a historietas ni a ejemplos, a merced de su capacidad de abstracción lisa y llana. Aunque los dirigentes de los partidos tradicionales, en una primera instancia, amenazaron con pedir responsabilidades políticas a las autoridades de la educación, mal enterados de que el texto de marras se utilizaba en la enseñanza pública, finalmente debieron retroceder, cuando la ANEP aclaró que dicho texto sólo se utiliza en establecimientos de educación privada. Pese a todo, la ANEP se comprometió a estudiar el texto, y aparentemente con ánimo de censura, lo cual, en caso de concretarse, sería una concesión lamentable a las fuerzas del oscurantismo reaccionario de nuestro país.

Para abordar este asunto con franqueza, lo primero que debemos admitir es que no hay ninguna forma de enseñar sobre el comunismo que sea aceptable para la derecha. Ellos sólo admitirían una diatriba que demonizara una ideología a la que han combatido a lo largo de más de un siglo, literalmente, por todos los medios. Y no la han combatido por Pol Pot (al que además financiaban contra Vietnam), ni por la gran purga de Stalin ni por la represión en Tiananmen, sino por lo que las ideas de Marx y Engels han significado para los explotados del mundo. Por más que insistan en una contabilización de masacres, la mayor parte de los muertos del comunismo en este planeta cayeron por serlo y no por adversarlo. Sobre eso pueden ofrecer frondosos testimonios los cuarteles uruguayos, donde se han recuperado los huesos de varios mártires que abrazaban el manifiesto.

La derecha siempre ha visto a la educación como un desafío. Y a los estudiantes como un peligro. El problema central es que el capitalismo es moralmente indefendible. Y más ante los jóvenes, siempre nobles y motivados por intereses superiores. Un sistema construido sobre la explotación del hombre por el hombre, intrínsecamente desigual y forzosamente violento, es completamente indefendible ante ese público sin echar mano a la mentira o hacer gala de cinismo. Por el contrario, el socialismo y el comunismo son en sus propósitos muy respetables para los jóvenes en la medida en que postulan una sociedad sin clases, en la que no existen la explotación ni la propiedad privada, y en la que los todos los hombres y mujeres, sin distinciones de ningún tipo, perciban o bien por su trabajo o bien por su necesidad, y contribuyan de acuerdo a lo que son capaces.

El socialismo y en última instancia el ideal de una sociedad comunitaria, ya sin clases y sin Estado, siguen constituyendo la más grande utopía de la humanidad y contarán hasta el fin de los tiempos con millones de personas empeñadas en construirlo a cambio de nada. Sin precio y sin esperar otra retribución que el beneficio que pueda corresponderle con justicia a cualquiera por su esfuerzo y por su condición humana. El ejemplo de la profesora en su libro con Los Pitufos, en la medida que quiso significar esto, no merece censura porque, además de violentar la libre expresión, es inobjetable. Y el odio que provoca en los referentes del conservadurismo no tiene nada que ver con la laicidad y sí con el miedo atroz que le tienen los representantes del capital a las ideas de Carlos Marx. Miedo que, nobleza obliga, está bien que preserven, porque son y seguirán siendo muchos años su mayor enemigo.

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